Para empezar, al subirse hay como una tensión, una sensación de que hay que saludar a los que ya están dentro, pero como somos conscientes de que es una estupidez pero al mismo tiempo no nos animamos a hacernos los Chuck Norris sin saludar a nadie, metemos un mínimo cabezazo, una cara de "sí" mezclada con sonrisa ancha impostada, ideal para la ocasión: el que la ve se puede dar por saludado, el que no, no vio nada y uno no queda como un boludo.
La interacción obligada aparece cuando sube más de uno, y tenemos que preguntarnos a qué piso vamos para apretar los botonitos. Yo soy de los que preguntan y aprieta por todos, como para cumplir mi rol social y que los ortivas sean los otros.
Y ahí empieza el garrón: algunos miran para abajo, otros miran por qué número de piso va, otros sacan el celular en un viaje que todos sabemos que no da ni tiempo de llegar a escribir 4 números. Los que son más rápidos pueden llegar a tuitear "En el ascensor" o alguna genialidad semejante.
Encima todo cambia según el tipo de ascensor: si es de los lentos con rejitas que permiten ver lo que pasa afuera, vamos exasperados por la eternidad que tarda; si es de los herméticos, vamos sufriendo una claustrofobia silenciosa que disimulamos con cara de "no pasa nada, trabajo en un peaje, estoy acostumbrado". Los peores de todos son los de shopping: son lentísimos, están llenos de carritos de bebés y conversaciones sobre bebés, y encima son transparentes y se ve todo, no apto para cagones con vértigo como un boludo colorado que conozco.
Y al final nos bajamos, con esa sensación de alivio como si hubiéramos estado en un interrogatorio en Guantánamo. Porque somos unos pelotudos, más que nada.
El ascensor de Karina Jelinek. Ella usa las escaleras.