Casi nada de lo que uno se proponga para el nuevo año se puede empezar a cumplir en enero: estamos todos con la cabeza en las vacaciones que se vienen, disfrutando las que ya llegaron o puteando por las que ya pasaron (o porque no vamos a tener).
Entiendo que es más fácil englobar un montón de situaciones bajo un concepto tan cómodo como “lo que pasó en 2009”, pero no le veo mucho más beneficio que ese.
Además, atar el replanteo al cambio de almanaque nos hace suponer que es en ese momento o nunca. Lo que no se analizó o entró en el balance de fin de año, no se cuestiona más hasta el fin de año que viene.
Es como juntarse con los amigos: pareciera ser obligatorio verse “antes de fin de año”. ¿Y si no qué? ¿Somos menos amigos? ¿Qué diferencia hay entre tomarnos ¾ litro de fernet el 28 de diciembre o el 6 de enero?
Si a mí me preguntan (y si no me preguntan también), yo dejaría los balances para cuando la vida me lo marque como el momento oportuno. Y no lo haría como un combo del tipo cambiar de laburo+hacer dieta+terminar la facultad+conseguirme una pareja, porque hay un tiempo para cada cosa.
Así que este fin de año me propongo para el año que viene no volver a replantearme las cosas mirando el almanaque que me regalaron en la panadería que, como si tuviera muchísimo que ver, tiene la foto de una casita en una pradera.
Nos vemos la semana que viene, una semana igual que ésta o que la tercera de agosto. Si es igual de buena, igual de chota o igual de gris, depende de cada uno.
Salute, felicidades.
Terminemos con los almanaques de perritos,
nenitos, paisajes o cuadros gauchescos de Molina Campos.