El gran flagelo

Existen múltiples razones por las que ir a un shopping se puede considerar una de las peores decisiones de la vida, y entre ellas podemos encontrar ese gran mal del siglo XXI: los baños.

Pocas cosas me generan más ira que las canillas automáticas, esas que se abren y cierran solitas con sólo poner las manos delante del láser; suelen andar mal y uno anda como un boludo poniendo y sacando las manos, como bailando el menaíto. Lo único peor que eso es la canilla con botón: dura 0,007 segundos abierta y uno tiene que estar apretando 22 veces para pegarse una enjuagada. Insólito.

El otro gran problema es el jabón: es bastante asqueroso tener que frotarse contra esos jabones con forma de huevo que vienen enganchados a un palito; ¿a quién se le ocurrió? Después están esos que tiran una espumita medio sospechosa que, de todas maneras, sirve bastante. El mejor es, sin dudas, el jabón líquido, el problema es que nunca hay. Para mí que se lo juntan en un vasito de McDonalds y se lo llevan.

Con respecto al jabón líquido, la población se divide entre los que se lo ponen sobre las manos secas antes de abrir la canilla y los que primero se mojan y después se enjabonan. Estos últimos son, por supuesto, los que transitan la senda correcta de la vida. Los otros son amantes de la torta de duraznos con crema y usan el papel higiénico hacia afuera, erróneamente.

Y la peor de las estafas es, sin lugar a dudas, el secamanos. Esa mierda tiraviento que no sirve para nada, que no seca un carajo y que gasta luz jodidamente es, claramente, un invento del demonio. O de Mirtha Legrand. Y si encima es automático, peor aún.

Pero bueno, la otra opción sería aguantarse hasta llegar a casa, y no siempre es una posibilidad. Créanmé, sé de lo que estoy hablando.

Por eso me gusta estar en mi baño, me siento cómodo.