Ya de adolescentes y mayorcitos directamente nos envalentonamos y nos dedicamos a estar todo lo despiertos que podemos, por ir a bailar, por pelotudear con amigos y/o una playstation, un libro, lo que sea. Acostarse escuchando a los Pikiu (pajarillo que habita ramas de árboles y cables de teléfono, responsable de ese característico sonido pí-kiuuuuuuuuuuuu, pí-kiuuuuuuuuuuuuu que podemos escuchar cerca del amanecer, y que es seguramente el animal más odiado de la fauna aérea suburbana) era propio de macho, de pibe que la tiene clara, mientras que cerrar los ojos aún en horas de oscuridad era más bien actitud de señor que gusta de testear durezas ajenas con el paladar.
Éramos purretes, no entendíamos nada. Nos salteábamos noches de sueño como si nada, regalándoselas a la vida, como diciéndole tomá, para qué quiero dormir, si yo soy un rockstar. I'll sleep when I'm dead, como dice Bon Jovi, el de los lapicitos.
Bueno, es mentira. Cuando te hacés viejo querés dormir. No querés ser un rockstar, querés ser un oso y querés dormir. No mucho eh, no te digo 17 horas seguidas, no. Ocho, nueve, lo normal. Pero qué pasa, tenés un pibe. Y a él no le parece un gran plan dormir toda la noche. Para él está buenísimo despertarse, qué se yo, cada una hora, ponele, para ver si está todo bien. Y se ve que no encuentra todo bien porque muchas veces llora, ¿sabés? Y hay que explicarle que no pasa nada, que vuelva a dormir y que ya va a tener tiempo de ser rockstar, pero no, el pibe quiere arrancar la carrera de tempranito.
Así que sabelo, vos que podés dormir cuando tenés ganas: aprovechalo, no seas tontita/o. Después no podés reclamar por aquellas noches, no podés pedir que te las devuelvan.
Después no digas que no te avisé.
"Pero si ya son las 3, ¿por qué tengo que seguir durmiendo?"