Porque, convengamos, a casi nadie le gusta lo que se vende en las ferias hippies (que además son cada vez menos hippies). Pero ahí vamos, como si fuera una obligación moral. ¿Fuiste a El bolsón y no pasaste por la feria? ¡Sacrílego, pecador! Por eso vamos, y nos fumamos una peregrinación que avanza a la misma velocidad con la que crece una enredadera, mirando detenidamente siempre lo mismo: aros de plata y alpaca, marionetas hechas de gomaespuma sospechosamente parecidas al Ogro Fabbiani, juegos de ingenio, duendes de barro que fuman churro, sostenedores de botellas de vino, remeras de hilo para minitas que se visten con una onda completamente distinta pero que las miran como si fueran la prenda, cuchillas que no cortan ni un dulce de membrillo, portallaveros con plaquitas de bronce, anillos, collares y demás cosas inútiles que se convierten en imprescindibles como por arte de magia.
Además hay un tema de respeto en los puestos: en mi caso, como ya sé que no le voy a comprar el rompecabezas al de los juegos de ingenio, no me da para manotearlo e intentar resolverlo ahí en el puesto; es leerte todo el Olé en el puesto de diario y después irte sin comprarlo. Una ratoneada.
Pero ahí están, siempre llenas de gente que mira embobada cada puesto como si fuera la primera vez en su vida que ve una bicicletita de alambre con el nombre Brian abajo.
Y después nos preguntamos por qué Tinelli hace 30 puntos de rating, será de Dió.
Qué loco, aros de plata. ¡No me los puedo perder!