En mi caso, el balance entre las promesas que cumplí con heroismo y las que traicioné vilmente es parejo, tirando hacia el lado "bueno": jamás le dije "papá", jamás permití que la abuela le dijera "abuela", la madre "mamá" y demás aberraciones del lenguaje destinados a criar pichones de Oggi Junco. Cierta comentarista que no pienso nombrar pero que tiene que ver con una flor anónima, le dice "hola tía", y a mí me dan ganas de darle con la parte azul de un borrador Pelikan Pirata en el tímpano. Pero fuera de eso, está libre de imbecilidades de lenguaje, al menos por ahora.
Lo más divertido es verlo hacer gracias nuevas y, como si fuera un perrito feliz, hacérselas repetir hasta el hartazgo. Así salen conversaciones tipo:
- Dante, ¿cómo hace la vaca?
- Mmmmmmmmmmmm.
- ¿Y el perro?
- Ababá.
- ¿Y la moto?
- Prrrrrrrrá.
- ¿Y la barrera del tren?
- Tantantantantan.
- ¿Y quién soy yo?
- Tatá.
Y ahí se pudre. Porque el tipo no me dice papá, me dice tatá. Lo cual, como si no fuera suficiente castigo, además es la misma forma de llamar a las pelotas y a la batería. El tipo mete un "tatá" y puede estar queriendo jugar conmigo, con una pelota gigante que tiene o con el bombo de la batería; las cuales, si uno ata cabos, son cosas muy parecidas entre sí. Podemos concluir en que mi hijo, con la sutileza conceptual de un infante, me está diciendo gordo. Para mí que sí sabe quién es Winnieh the Pooto, después de todo, y se está vengando.
Está buenísimo ser padre, al menos ahora; después crecen, se hacen emos o cumbiancheros, se abren casillas de mail con muchas k y se cuentan entre ellos lo pelotudos que son sus padres. La vida, la vida misma.
Tatá.