Crónica de un festejo infantil

Puedo asegurar sin temor a equivocarme que el desembarco Aliado en Normandía que definió la Segunda Guerra Mundial requirió menos organización que el cumpleaños del pibe mío. Ah... cómo me gusta decirle "el pibe mío", será de Dió.


Para empezar, creo que si la charupa me creciera un milímetro por cada vez que alguien entra en la página del servicio meteorológico nacional, hoy tendría un anacondo adulto macho dentro del boxer: la flaca entró no menos de 150 veces a ver si pronosticaban lluvia para el martes. Por supuesto que siempre decía lo mismo, aunque el pánico no se disipaba ni un poquito. Pensé en secuestrar a Saldívar y amenazar con cortarle un dedo si llovía, pero me di cuenta que nadie pagaría un puto peso por su rescate y desistí de la idea. Aunque todavía tengo ganas.

En cuanto a la comida, incurrimos en el típico caso de "hagamos más por las dudas". El resultado: si pongo en fila todas las empanadas que sobraron, llego hasta Chapadmalal. Voy a estar comiendo fosforitos y sánguches de matambre de pollo hasta que Dante empiece la facultad.

Y, como era de esperar, un tema que hubiera debido ser de fácil resolución no pudo hacerse bien y terminó en desastre: di la orden expresa de cantar "que los cumplas Mofletes", pero cierta parte del público optó por no acatar la orden y salió algo tipo "...que los cumplas Mfldantioetes...". Consideré la opción de matarlos a todos pero estaba feliz, así que unas 35 personas salvaron su vida de milagro y no lo saben.

Así es como, mientras todos vienen de descansar durante 4 días, yo estoy más cansado que nunca y necesito una semana de vacaciones sólo para recuperarme del esfuerzo que demandó organizar una fiesta que, como es absolutamente obvio, el homenjeado jamás entendió. Pero él la pasó bomba sin saber muy bien por qué estábamos todos medio en pedo y a los gritos, y si fuera por ver otra vez esa cara de psicótico feliz mientras saltaba en el castillo inflable, organizaría una por semana. Bueno, cada dos semanas, ponele. Pero se entiende la idea.

Y bueno, eso: que ese pequeño lechón que dice buabuá cuando le preguntás por un perro o prrrrrrrrrrbá cuando le preguntás cómo hacen las motos, y que en lugar de papá dice tatá, ya tiene un año. Y que no lo puedo creer, claro.

Y que la vida es una gloria, aunque se la pase disimulándolo.

¿Cómo hace el perro? Buabuá.

¿Y el gato? Buabuá.

¿Y el tatú carreta? Buabuá.

¿Y un búho hembra en un anochecer de verano en Tandil? Buabuá.

Y así.