Gurmé

Como todo en esta vida, los restaurantes se pueden dividir en dos grupos: los piringundines de mala muerte o los restó chetos, gourmet o como quieran llamarlos. Entendiendo las diferencias y sabiendo de la existencia de ambos grupos, uno es consciente de que no puede esperar demasiado de una pizza de Ughy’s, por ejemplo (sí puede esperar que TODAS las pizzerías dejen de usar esas servilletas que parecen de nylon y no secan un carajo, pero es otro tema), o de un choribread de la Bombonera. Es como las heladerías: están esas de $2,99 los 5 kilos, donde los sabores no se reconocen por gusto sino por color: el blanco es americana, el marroncito dulce de leche, etc. Y si hay dos blancos… bueno, jodete por ratón.

Decía, los restaurantes. Todo bien con el bodegón barato, ayuno de toda aprobación bromatológica; uno sabe dónde se mete. Ahora, lo que me rompe soberanamente las bolas son esos lugares caros, como La Parolaccia, donde te cobran cuarenta y pico de mangos un plato de ñoquis y te traen queso rallado Ilolay de sobrecito. Macho, por esa plata me tenés que traer, mínimo, un sardo estacionado y rallármelo vos. A los ñoquis con tuco le dicen “bollos de papa en suave salsa de la huerta” y arriba le echan esa bosta dura con olor a culo. Y por supuesto, empujás los ñoquis con una rodaja de flautita de Carrefour dura como un control remoto.
Lo mismo con el postre: pedís una ensalada de fruta que te sale 28 mangos, como si tuviera maracuyá de la Polinesia, y resulta que es pura manzana, dos pedacitos de banana y media frutilla.

No es así, viejo. Susana tiene razón: el que pone queso rallado de sobrecito tiene que morir.